elhilodelavida

La muerte suele ser un tema tabú en la mayoría de las culturas. Lo cual no deja de ser curioso, pues es la única certeza que nos ofrece la vida. Lo más habitual es que en la familia, en la escuela, en la universidad, se nos prepare para la vida, no para la muerte. Sin embargo, suele presentarse, la mayoría de las veces, sin que lo advirtamos previamente; en otras lo hace por deseo expreso del interesado. La cuestión es que siempre acaba por estar presente, nos guste o no, en muchos momentos de nuestra vida.

Este es el hilo conductor de los relatos. La muerte siempre presente, como la vida, hasta que las Parcas deciden cortar el hilo.

PRÓLOGO

La muerte suele ser un tema tabú en la mayoría de las culturas. Lo cual no deja de ser curioso, dado que es la única certeza que nos ofrece la vida, con la ventaja de que nadie puede pretender saber más que cualquier otro. Me refiero a lo que ocurre después, claro, si es que ocurre alguna cosa. Es cierto que hay una gran cantidad de personas que mueren de forma trágica, la mayoría de ellas “gracias” al esfuerzo aparentemente desinteresado de otras. Sin ir más lejos, toda nuestra llamada cultura occidental se cimenta en la explotación, el asesinato, o la destrucción en masa de otros seres humanos. Quizás por eso no estamos demasiado interesados en que el hecho de la muerte sea objeto de conversación en las familias o las escuelas. También la muerte puede ser para muchos una gran tragedia sin tener en cuenta lo anterior. Sin embargo, hay muchas muertes que simplemente pasan, y ya está. Cuando toca, cuando las Parcas deciden cortar un hilo determinado, sin que ello deba representar un gran drama ni nada por el estilo.

En el verano del 2023 un buen amigo mío compró un ejemplar de mi libro de relatos “Un regalo inesperado”. Lo leyó y, al cabo de un cierto tiempo, cuando le pregunté qué le habían parecido, me respondió que le habían gustado mucho (lo cual agradecí), y que, además, le habían resultado “adictivos e inquietantes”. Lo de inquietantes me sorprendió, porque no sabía a qué se podía referir. Le pregunté por qué y me dijo que en la mayoría siempre estaba presente la muerte, de una forma u otra.

Era cierto, pero yo no era, en absoluto, consciente del detalle. Escribo los relatos sin pensar previamente cual será su desarrollo y, aún menos, el desenlace. Los personajes, las situaciones, van conformando la historia, que no está de ninguna forma preconcebida, a medida que la escritura aparece en el ordenador. Una vez pasados unos días de descanso, los repaso, corrijo algún detalle, quito o añado cosas y, si me gusta, lo archivo. Si no me satisface, sencillamente lo borro.

El detalle de la muerte me sorprendió. Aunque a nivel personal pienso a menudo en ella, lo hago sin ningún temor. Tampoco me obsesiono. Cuando tenga que llegar, si me deja, estaré esperando a ver qué me cuenta. La ventaja de pasar de los setenta.

Tras darle algunas vueltas al asunto y como tenía otros relatos en los que la muerte, de una forma u otra, pero siempre como el que no quiere la cosa, volvía a aparecer, decidí agruparlos todos bajo el título “El hilo de la vida”. Según la mitología griega son las Parcas las que tejen el hilo de la vida de cada uno de los mortales y cuando deciden cortarlo… pues se acabó.

Los seis relatos de la primera parte son los nuevos, no editados antes. El último de ellos y el más extenso “Déjà Vu” es el único en que la muerte aparece de forma premeditada, pues se trata de algo parecido a una novela negra. En el resto, no. Los siete de la segunda parte son los anteriormente publicados. Mi único deseo, a parte de pasármelo bien mientras escribo, es que cualquiera que llegue a leer los relatos se distraiga, se divierta y pueda pasar un buen rato. Nada más.


ÍNDICE

Prólogo

Primera Parte

La Estatua de hielo / Obsolescencia / En el cielo / Una gran ciudad llena de vida / La costa de los naufragios / Déjà vu

Segunda Parte

Letreros / El escritor / De Senectute / El ingeniero / Fútbol / La casa indestructible / El juicio


EL ESCRITOR

Era escritor. Llevaba tiempo dándole vueltas al asunto y por fin se había decidido. Desde hacía una semana podía decir que, ahora, finalmente, ya era un escritor. Acababa de cumplir uno de sus sueños de la infancia. El hecho de que estuviera a punto de cumplir los noventa no le importaba en absoluto, aunque tal vez la gente pensara que era un poco tarde para tomar este tipo de decisiones. Lo cierto es que hasta ahora siempre habían aparecido algunos obstáculos que retrasaban su decisión. Por ejemplo, ya desde muy joven se imaginaba ser uno de esos escritores que salen en las películas a los que un amigo mecenas les cede una casa en la montaña para retirarse, encontrar la inspiración adecuada y escribir. Una casa en las montañas, rodeada de prados y bosques, ligeramente aislada y lejos del ruido que invadía las grandes ciudades. El principal problema era que ninguno de sus amigos tenía una casa de estas características. Ni en la montaña ni en ningún lado. Si la casa hubiera estado en la playa, a decir verdad, tampoco le habría importado demasiado, pero sus amigos iban tan cortos de ingresos como él. Esto, como bien se puede imaginar, había retrasado mucho su gran carrera como escritor. Otra dificultad a la que se enfrentaba eran las ideas. Siempre había ido a la búsqueda de aquel gran tema que le permitiera saltar a la fama, escribir una auténtica obra maestra. No quería pasar primero por un interminable número de novelas menores que nadie quisiera recordar. Se había pasado tardes enteras delante de una hoja, encima de la mesa y con el lápiz a punto. Pero nada de nada. Las malditas ideas, al parecer, siempre le venían a la cabeza cuando no estaba en casa. Entonces eran perfectas. Casi se podía decir que escribía la novela entera, su obra maestra, en  su cerebro y solo era cuestión de volver a su apartamento y ponerse a escribir. Y cuando regresaba, dispuesto a plasmar sobre el papel sus pensamientos, todo se desvanecía. Era una tarea imposible. Por mucho que lo intentara las malditas ideas tomaban formas diferentes y las palabras ya no significaban lo mismo. Y a él no le gustaba, como hacen ahora a diario los políticos, cambiar el sentido de las palabras. Nada se parecía a lo que había estado imaginando. Otro inconveniente para ser un gran escritor era decidir a quién tenía que dirigir su arte, sus palabras, quiénes iban a ser sus lectores potenciales. Aquel era un consejo que había dado una vez un escritor de renombre en una revista especializada. Otro, sin embargo, afirmaba que había que escribir para uno mismo y olvidarse de todo lo demás. Como a él le costaba encontrar a quién dirigir sus obras empezó a escribir para sí mismo, pero tampoco le funcionaba. No le encontraba ningún sentido. No se sentía satisfecho escribiendo y guardando sus grandes ideas en un cajón. También pensaba que un escritor profesional que se preciara tenía que dirigirse a un público potencialmente grande, muy grande. Al no tener amigos con una casa en las montañas (o en la playa) tendría que buscar otro sistema, o pagárselo él, y eso costaba mucho dinero. De modo que el principal objetivo, aunque pueda parecer poco literario, era vender muchos libros. También se daba cuenta de que para encontrar la inspiración y poder escribir había que tener las necesidades básicas, y algunas no tan básicas, bien cubiertas. Y, hasta aquel momento, nunca había podido conseguirlo.

La cuestión era que, por una cosa u otra, había pasado sus setenta primeros años de escritor en potencia sin escribir nada, absolutamente deprimido y lanzando papeles medio escritos a la papelera. Sin embargo, ahora, por suerte, todo eso había cambiado de forma radical. Ya tenía, por fin, las necesidades básicas solucionadas. Desde hacía un año sus hijos lo habían instalado en una residencia para la tercera edad. No era la casa que él siempre había esperado, pero tampoco estaba nada mal. Además, la mayoría de los amigos en los que confiaba que un día hubieran podido facilitarle una ya estaban criando malvas desde hacía un tiempo y no estaban en disposición de ayudarle. Y en la residencia disponía de todo el tiempo del mundo para escribir, lejos de las innumerables y aburridas obligaciones que los hijos suelen imponer a sus progenitores para entretenerlos cuando son ya mayores. Él, a pesar de algunos inconvenientes menores propios de su avanzada edad, se encontraba la mar de bien y dispuesto a iniciar su carrera de éxitos. Tampoco le importaba ya demasiado el hecho de a quién dirigir su novela, su obra maestra pensaba publicarla para Sant Jordi. Aquel gran día en que todos sin excepción compran libros, aunque algunos, después, los hagan servir únicamente como decoración. Pero eso no era asunto suyo. Con una buena foto de portada la cosa funcionaría muy bien. Y lo más importante era que ya había dado con la idea para la trama de su novela. Todo gracias a la prensa. La semana anterior una noticia explicaba que habían condenado a un hombre, que trabajaba en una residencia parecida a la suya, a unos cuantos años de cárcel, por haber violado a cinco abuelas, una de ellas con ciento cuatro años a sus espaldas. Todo había ocurrido en Nochebuena. Suponía que aquel hombre debía de haberse aprovechado de una noche en la que a los residentes una copita de cava después de la cena bastaba para ponerles más alegres y tiernos que de costumbre. Se trataba de una gran idea para poder desarrollar, se dijo. Incluso, según como la enfocara, podría hacer un par de novelas de todo ello. Incluso una trilogía. De hecho, su año de vida en la residencia, unido a su capacidad de observación y a su creatividad, le conferían la condición de experto en el tema. Un año estudiando a todas horas la naturaleza humana de todos los que por allí deambulaban: residentes, cuidadores, médicos, enfermeras, visitantes ocasionales y personal de sostén, podía proporcionarle una gran cantidad de material. Era todo un ecosistema extraordinariamente bullicioso, a pesar de que su edad media debía rondar los ochenta años. A veces, también, observaba todo aquello bajo los efectos de determinadas píldoras, cierto, pero aquello le proporcionaría una visión ligeramente distinta de las cosas y le serviría para captar la atención de unos miles de lectores más, amantes de las emociones fuertes. También tenía un joven amigo (esto lo explicaba siempre con un cierto aire de misterio porque no lo consideraba políticamente correcto, pero la creatividad y el éxito tienen estas cosas) que visitaba de vez en cuando a su abuela. Hizo buena amistad con él, gracias a la conversación que le daba cada mañana a la abuela para entretenerla un rato. En agradecimiento, éste le traía en cada visita semanal una botellita de licor de hierbas que, según él mismo le explicó el primer día, era de fabricación casera. Todo quedaba disimulado de modo conveniente en un botellín de agua mineral, para no despertar la envidia de los demás residentes y el exceso de celo de las enfermeras. Pasó a considerarlo como una herramienta de trabajo. Es bien conocido por todos que la mayoría de escritores de renombre siempre se han ayudado de pequeñas dosis de alcohol. Dada su edad tampoco había que tener demasiados escrúpulos. Lo que aún no había tenido la ocasión de probar era mezclar el licor de hierbas con las píldoras que le facilitaban tres veces al día (y que él no sabía para qué servían). De hecho, y con muy buen criterio, no pensaba hacerlo a menos de que fuera estrictamente necesario para el desarrollo de la trama. Si el tono de la novela, de la obra maestra se volvía muy duro, quizá se viera obligado a hacerlo.

Aquella plácida tarde de otoño, después de comer y echarse una pequeña siesta, pensaba ya como un escritor de fama a punto de comenzar su obra definitiva. El escritor ideal para desarrollar aquella trágica historia. Se dirigió al jardín que rodeaba la residencia en busca de la tranquilidad que necesitaba. No era la casa en la montaña que sus amigos le tendrían que haber facilitado, pero le serviría. Además, ahora ya no podía hacer nada al respecto. Su padre siempre le había dicho que tenía que seleccionar bien a los amigos, cosa que nunca hizo. Tenía que haberle hecho caso. Se instaló en el sillón de mimbre más cómodo que había, echó en un vaso el resto de licor de hierbas que le quedaba (lo necesitaba para empezar a escribir con un buen ritmo narrativo), y sin darse cuenta disolvió el sobrecito de la medicina de la tarde y se lo tomó todo de un trago. No tardó ni diez minutos en encontrar la tranquilidad que andaba buscando. Para siempre y sin darle tiempo a escribir ni una sola frase.